Hace unos días me trajeron un mueble recién restaurado. Se trataba del escritorio donde mi bisabuelo concibió lo que todavía hoy nos da de comer a toda la familia. Ese escritorio debía ser mío, necesitaba su poder, quizá algo del talento de mi antepasado se había quedado guardado en uno de sus cajones. Antes de ponerlo en mi casa quería, eso sí, darle un aire más moderno. —Podemos decaparlo —me dijo el restaurador. Y allí lo dejé. Hasta que la semana pasada volvió.
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