Llueve en Madrid y Quique González fuma un cigarro en la puerta de la cafetería del Círculo de Bellas Artes, despeinado y flaco, cálido y reflexivo ¿nostálgico?, gentil siempre. Dice que le gusta la barra del sitio, con forma de coctelería acristalada que crece hacia los cielos llena de licores y colores imposibles. Parece de otra época. Como él, quizá. Pronto se tomará el cuarto café solo de la mañana: cogió un avión, arrastró guitarras, quedó con un fisioterapeuta, prometió ver a sus amigos de la capital.
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