Cuando por orden del Zar Alejandro II, en 1866 se ordenó abrir la tumba de Alejandro I en San Petesburgo, el Zar que había derrotado a Napoleón Bonaparte se llevaron la sorpresa de que ésta estaba vacía. Años antes en la zona siberiana de Tomsk había empezado a ser visto un extraño ermitaño de de gran porte con esmerada palabra y educación. En cierta ocasión dicen que al encontrárselo el arzobispo de Irkust, éste se echó a sus pies.
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