Lo primero que pensé es que tenía que despojarme de cualquier prejuicio moral ético. Quise descontaminar, que no hubiera nada de mi forma de pensar o de proceder que pudiese influir a la hora de dictar una resolución. La reflexión que me hice fue la siguiente: «Qué gana la sociedad con que yo diga a ese niño, aunque sólo tenga ocho años, que le condene a vivir toda su vida con algo que no quiere. Es absurdo, la sociedad no gana nada. Tenía claro que aquí había esa disonancia, el tiene esa estabilidad emocional, se comporta como niño.
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