Joven e ingenuo era cuando hace muchos, muchísimos años, alguien me convenció para que me hiciera un seguro de vida, sin duda de los más rudimentarios que entonces se ofrecerían, el equivalente a veinte mil pesetas que me serían devueltas al cabo de veinte años en el caso de que no hubiera muerto, claro está, no estando la compañía obligada a prestarme cuentas de los eventuales lucros de la minúscula inversión y de sus aplicaciones y mucho menos hacerme participar de ellas.
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