La voz del rey Felipe III resonó como un trueno en la plomiza tarde de agosto, entre el coro de cigarras y el aleteo de abanicos con el que sus invitados intentaban sacudirse el calor del verano. La paciencia no era una de las virtudes del joven Austria y el espectáculo que supuestamente debía divertir aquel día a la Corte, si es que así podía llamarse —reconocía su artífice, el comendador e inventor Jerónimo de Ayanz y Beaumont—, estaba resultando un muermo soporífero.
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