Después de los latigazos, Jan emitía pequeños aullidos cada vez que la camiseta le rozaba la espalda. La piel le escocía y el lamento, más tenue, se reproducía una y otra vez entre las paredes como una metáfora de sí mismo: la condena de la repetición. Cuando uno está sometido a vejaciones diarias, las horas caminan despacio como un anciano sin prisa. La nocturnidad tampoco avanza porque el filo del insomnio le corta el cuello a la noche.
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