Era marzo de 1945 y los soviéticos avanzaban hacia Berlín. La capital del III Reich caería a menos de que se produjese un milagro. El pragmático Franco y los suyos ya se venían oliendo desde hace tiempo que aquello de haber negociado con Hitler una posible entrada en el conflicto mundial, de parte de la esvástika, no lo iban a olvidar tan pronto los autodenominados como Aliados.
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