Muchas conversaciones en Francia comienzan con un suspiro y un lamento: que si hace mal tiempo; que si la vendimia es peor; que si los políticos son ineptos y estúpidos. Cuando me mudé por primera vez a Francia, hace más de una década, era una chica estadounidense de 19 años a quien le fascinaba todo y me inquietaban las constantes quejas. Me preguntaba por qué los franceses siempre estaban de tan mal humor, pero cuando finalmente me armé de valor para preguntarle a un amigo francés, me corrigió: no se quejan, dijo.
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