El estadio de Sheberghan, en el norte de Afganistán, estaba este lunes a rebosar. Apenas quedaba algún hueco libre en las gradas y en el exterior resultaba misión imposible encontrar un sitio donde dejar el coche, lo normal en una jornada de partido. La diferencia es que el público no había acudido a ver correr el balón, sino la sangre.
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