Hacía un frío helador a las siete de la mañana, noche cerrada todavía en Burgos. Algunos integrantes del pelotón de fusilamiento tiritaban. Alguno no solo de frío; sobre todo cuando escucharon las palabras de aquel hombre que había sido su jefe, al que habían admirado y respetado: «Soldados, cumplid un deber sin que ello origine vuestro remordimiento en el mañana. Como acto de disciplina debéis disparar obedeciendo la voz de mando. Hacedlo al corazón; os lo pide vuestro general, que no necesita perdonaros, porque no comete falta alguna el que o
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