Cuenta J. H. Elliott en su memorable conde duque de Olivares que en 1625 -poco antes del derrumbe definitivo del imperio-, España había recuperado su orgullo como nación gracias a los buenos oficios y a la sagacidad del valido de Felipe IV. Las victorias en Breda y en Cádiz, contra los ingleses, y en Génova y en San Juan de Puerto Rico habían asentado al joven monarca. Y lo que antes se veía como un futuro necesariamente incierto...
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