Adolfo José Quintana se levantó aquella mañana contrariado y de un humor de perros. La chica colombiana encargada de las tareas del hogar no había ido a trabajar debido al dichoso virus y él y su mujer se veían obligados a prepararse el desayuno e incluso a fregar los cacharros. Se sintió humillado e impotente. «Yo no tengo por qué hacer eso», repetía una y otra vez.
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