Llegó el viernes. Mi cartera, que es una fisonomista de primer orden, me detiene en mitad de la calle y me dice que en diez minutos me entregará un paquete que lleva a cuestas. Ya en casa, cuando suena el timbre doy un salto hasta la puerta. Tras firmar la hoja de recepción me llevo aquel sobre acolchado hasta el escritorio. Allí lo abro.
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