Imaginen que soy un inversor multimillonario. Imaginen que me planto con mi puro, mi chequera y mi sombrero de chistera en Francia, o en Alemania, o en cualquier otro país civilizado de esos que se supone queremos imitar. Imaginen que –como buen empresario “liberal”– busco apoyo y dinero público para montar mi negocio privado: una docena de casinos con sus hoteles y sus campos de golf; un Las Vegas en el arrabal de Europa; un paraíso fiscal.
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