Cuando llegué a Barcelona en el 2010, me alucinó más que ninguna otra cosa la politización social. Respecto a lo que había visto en Madrid, este me parecía un sitio más tenso y menos despreocupado. Al novato le impresionaban en seguida las 'estelades' de los balcones porque no estaba acostumbrado a que la gente necesitara ir por el mundo con una insignia ideológica. En una cena con gente que hablaba de la capital como una ciudad fascista, se me ocurrió romper una lanza y noté que había que andarse con tiento.
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