Un argumento primordial de los que se oponían a acusar a la presidenta brasileña Dilma Rousseff fue que de ser depuesta de inmediato, se potenciarían los políticos verdaderamente corruptos en Brasilia -la fuerza impulsora detrás de su destitución- y usarían ese poder para acabar con las investigaciones de corrupción y se protegerían de las consecuencias de sus propios delitos. En ese sentido, el enjuiciamiento de Dilma no estaba diseñado para castigar la corrupción sino para protegerla.
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