De todos los males que asolaban a la monarquía hispánica alrededor de 1600, el peor era la capacidad que mostraban sus súbditos para la alegría y el desenfreno, para inventar y practicar un sinfín de bailes alegres y lascivos. Las décadas de 1580 a 1620 fueron testigos de un florecimiento inusitado de bailes cantados, primero escondidos en tabernas y barrios marginales, más tarde creciendo en popularidad hasta llegar a palacios, iglesias y conventos.
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