Antonio Mercero era un prestidigitador del primer plano. Sólo necesitaba la verdad de unos actores para sumergir al espectador en un viaje de inocencia y pérdida de ella, con una ingenuidad tan genuina que lograba que no importara que la calle de Farmacia de Guardia nunca fuera una calle de verdad o que su Cabina fuera roja -por aquello de dar más tensión- en un país de cabinas azules.
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