En 1748 las sierras almerienses estaban cubiertas de once millones de árboles como encinas, robles, pinos y madroños. La aridez del terreno, unida a una deforestación salvaje que tuvo su punto más trágico en pleno auge de la minería, provocó que se llegaran a subastar hasta las raíces de las encinas como combustible. El cambio climático amenaza ahora con terminar de convertirnos en un desierto.
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