En el verano de 1997, Robert Zemeckis quiso consolidar un prestigio que no había hecho sino aumentar desde principios de los ochenta. La jugada, ideada al amparo de la única novela de Carl Sagan, no le salió del todo bien, pero a cambio sentó las bases que en el nuevo siglo definiría la ciencia-ficción comercial, de acusados ecos kubrickianos.
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