El verano de 1953 era el primero en más de un cuarto de siglo que los rusos pasaban sin la omnipresente mirada del camarada Stalin. La URSS, baldado por la guerra y la tiranía del peor de los dictadores posibles, sufría múltiples padecimientos. Los cadáveres de las sucesivas purgas, de las deportaciones y de los proyectos faraónicos aún estaban calientes.