Escucharla produce escalofríos y admiración. Escalofríos por la terrible odisea que refiere, por esa infancia truncada que la convierte en adulta sin buscarlo; admiración ante la coherencia de su discurso, la serenidad de su mirada y esas últimas palabras que resumen la determinación de los pueblos que no quieren rendirse: “Somos inquebrantables”.
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