Pasaban unos minutos de las nueve y media cuando el teniente John Hood se acodó sobre la baranda a babor del Maine con la mirada fija en el puerto de La Habana, cuyas luces centelleaban aquella noche. Sobre la cubierta del acorazado estadounidense apenas soplaba una ligera brisa y el sonido de la retreta había impuesto el silencio, sólo perturbado por los cadenciosos paseos de los centinelas.
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