Óscar Pérez era un alpinista de raza, atrevido, valiente. Y, sobre todo, consciente de que siempre andaba al borde un abismo que podía acabar con su vida. Por eso tenía dicho en casa, a sus padres, a su hermana, a sus amigos como Álvaro Novellón, que tuvo que dejarle en la pared del Latok II, que no quería que nadie pusiera en peligro su vida por salvar la suya. «Que nadie arriesgue por mí», era su máxima.
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