Una carta de un lector de El País me hizo gracia hace unos días, porque bajo el epígrafe “Somos maleducados” señalaba lo que de vez en cuando he venido apuntando desde los años noventa: en 1995 publiqué en otro sitio dos artículos, titulados respectivamente “Descorteses” y “Bestiales”, en los que lamentaba la progresiva pérdida de las formas más elementales de educación en España, y cómo eso llamaba la atención –para mi sonrojo– de las amistades extranjeras que aparecían por aquí. Se quedaban perplejas al comprobar que poca gente decía “por fav
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