El estallido de la burbuja inmobiliaria y los excesos urbanísticos que la acompañaron han dejado huellas difíciles de borrar. Promociones de viviendas sin terminar, porque no había dinero para ello ni expectativas de venderlas. Bloques de pisos casi vacíos, que no se venden ni con rebajas de precios impensables hace años. Y, a su alrededor, la desolación que produce pasear por esas calles solitarias en las que la mala yerba crece entre farolas, papeleras y parques infantiles nuevos, sin estrenar, que nadie disfruta, porque nadie vive allí.
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