María Soliña sazonó con sus penas el Atlántico, entre cuyas olas arribaron los piratas berberiscos. El terror arrasó Cangas en 1617 y se llevó por delante a su hermano y a su esposo, Pedro Barba, quien contaba con un buen parné, fruto de su trabajo en un mar que le dio y le quitó la vida. María lloró cada noche su pérdida sobre la arena, donde suplicaba que el océano le devolviese sus cuerpos. Un acto de amor y la prueba del delito: ¿qué podía hacer una mujer sola en la playa más que procurar la carnalidad del diablo al amparo de la madrugada?
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