DURANTE miles de años, el mero concepto de «propiedad intelectual» resultó inconcebible. Al juglar que recorría los pueblos recitando romances no se le hubiera ocurrido impedir que su auditorio los memorizase y propagase por doquier, por la sencilla razón de que tales romances no le pertenecían: eran una «propiedad colectiva», brotada de los manantiales ancestrales del genio popular, sobre la que el juglar actuaba a modo de «médium» o catalizador.
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