Sara Morales era una niña que prometía. Dicharachera, inteligente y comprometida, pertenecía al consejo estudiantil de su colegio, y era conocida por su don de la palabra. Vivía al noreste de Colombia, en Barranca Bermeja, un pueblo tomado por la guerrilla. Y aunque en su tierna infancia ya estaba acostumbrada a ver tiroteos y muertos por la calle, nunca pensó que un día sería ella la que debería cargar un fusil.
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