¿Qué necesidad hay de conferir al lenguaje, o más bien a su hortera retorcimiento, una potencialidad transformadora de la que carece? ¿Por qué hacerlo hasta rozar el ridículo, opacando incluso las obras que uno hace en la buena dirección, por mucho que éstas sean insuficientes? Se hace el ridículo de sugerir algo así como la predisposición natural de las mujeres hacia una suerte de comportamiento propio de seres de luz, en una perpetuación delirante de los peores estereotipos de género.
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