Hace unas semanas, el escritor Arturo Pérez-Reverte, en su sección Patente de Corso, se descolgaba en la red con un artículo titulado «Permitidme tutearos, imbéciles», en el que vertía toda su rabia e impotencia ante el penoso espectáculo de una sociedad (la española, claro) anclada a la estupidez colectiva, sin que nadie quiera poner remedio. Y los que se oponen a ese récord de estulticia y descaro multitudinarios, pagando de su bolsillo una oposición radical ante un hecho casi consumado.
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