Cuando Hatch llegó a la isla de Macquarie, otros ya se habían encargado de acabar con los leones y con los elefantes marinos. Los primeros murieron por sus pieles y los segundos por su grasa, con la que se producía aceite. Hatch, entonces, puso la vista en los pingüinos que abundaban en la isla y que, hasta aquel entonces, habían permanecido ajenos a las matanzas. Había unos tres millones.
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