21 de febrero de 1988: los estadounidenses, ávidos de morbo, se sentaban atónitos ante las pantallas de televisión y asistían al desmoronamiento de una de la mayores figuras mediáticas de la nación, un hombre que había construido un imperio económico e ideológico en torno a Dios. En vivo y en directo, sollozando ante sus seguidores, la mayor figura religiosa del país y el principal guardián de la moral cristiana en los EE. UU. había tenido que enfrentarse a un sonoro escándalo sexual. Ahora respondía reconociendo sus culpas ante las cámaras.
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