Al entrar se percató de que el señor Gutiérrez era el creador del chiste del abogado, su cara estaba húmeda, pero no de sudor, ni de meados de perros, ni siquiera de escupitajos de monos de laboratorio. Eran lágrimas, cómo las de alguien que sabe que ha creado uno de los chistes más famosos de la historia y no se ha podido lucrar por ello.
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