Indudablemente aquel gran caballero que fue el general Wellington, habíase quedado absorto mirando el embravecido mar del Cantábrico ese mediodía del 31 de agosto, mientras el estruendo que las olas levantaban con su flujo y reflujo contra las rocas de la península donostiarra, le impidieron oír los desgarradores gritos de dolor de un bravo pueblo español que lo había recibido como a un amigo.
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