Cualquier observador imparcial tendrá graves problemas para, al analizar la España actual, calificarla sin reservas de país democrático. La propia Europa occidental, cuando hace depender el poder ejecutivo del legislativo, ya edifica mal y fuerza que, de alguna manera, sea un poder exterior a éstos el que de hecho controle a ambos. Me refiero –como habrán intuido– a los partidos políticos y, más en concreto, a la cúpula de estos.
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