Cuando Anders Breivik se sentó en el banquillo ataviado con su polo Lacoste predilecto, un escalofrío recorrió el espinazo del cocodrilo en el cuartel general de la empresa. El criminal noruego, que iba a ser juzgado por crímenes contra la humanidad, no era precisamente el mejor embajador para una marca. Ahí afuera hay un mundo real que las marcas no pueden controlar. En ocasiones, marcas que han labrado su prestigio durante décadas se desmoronan porque la persona equivocada hizo la promoción errónea en el momento menos propicio.
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