La hipocresía de algunos de sus críticos no exime a González. Sus palabras son gravísimas. Al admitir que tuvo la decisión de dinamitar a ETA en sus manos está diciendo implícitamente que las alcantarillas del Estado desembocaban sobre la mesa de su despacho, que la última palabra era la suya. Y esa confesión del presidente de un Gobierno en el que fueron condenados el secretario de Estado de Seguridad y el ministro del Interior por la guerra sucia contra ETA –que dejó 23 muertos, no lo olvidemos–, entra en frontal contradicción con la que sie
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