Nadie podría sospechar que bajo la aparente tranquilidad de esa columna de agua estaba teniendo lugar el encuentro de dos tiburones blancos. Nadaban uno en torno al otro, curiosos, oliéndose, mirándose, midiendo sus fuerzas sin llegar a los dientes. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo. El más grande de los dos se movía con torpeza. Nadaba lento y le costaba maniobrar. El motivo estaba oculto bajo su piel. Entre sus aceradas costillas había un hombre, un hombre vivo, y ese hombre era Fabien Costeau. Nuestro torpe tiburón se llama Troy.
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