Es el punto débil de los nacionalismos: el poder que conceden a lo simbólico. Si los valores eternos de la patria están condensados en un trapo, la foto del rey o cuatro notas garbanceras, basta con una pitada o un mechero para que todo tiemble. Mal lo lleva la sagrada unidad de la patria (sin pecado concebida) si depende de lo respetuosa que sea una masa de hinchas durante el partido del siglo de la semana.
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