Una de las prácticas más visiblemente inquietantes -incluso a distancia- de los estados pertenecientes al fenecido bloque soviético era el llamado «culto a la personalidad». El pelotilleo servil que caracterizaba la vida política y social de aquellos regímenes llevaba a que los más variados enclaves fueran bautizados con nombres de los altos dirigentes de turno. Ciudades, barrios, empresas, centros educativos, complejos hospitalarios... a todo se le colgaba el nombre de algún preboste.
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