El 30 de enero de 1999, en Can Picafort, un enclave de turismo de playa en Palma de Mallorca, el pequeño Francisco Miguel H. V. había salido a jugar con dos amigos en uno de sus escondrijos favoritos: el pinar de la urbanización San Baulo, cercana a su casa. Tenía cuatro años. Copi, por su parte, era propiedad de Alfredo C., un vecino acomodado de San Baulo que había prosperado como empresario e incluso había coqueteado con la política. Sobre el animal pesaban varias denuncias. La más grave de todas, la de haber mordido a dos niños.
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