El ir a la iglesia era una perspectiva más terrorífica que un tacto rectal de Freddy Krueger. Estaba siempre acojonado con confesar la cantidad terrorífica de veces que me saltaba la misa, así como la cantidad realmente absurda de veces que cometía actos impuros. Pero no me preocupaba el ir al infierno. Era que el cura me echara la reprimenda. Así que tomé la solución más sencilla: ¡se iba a confesar Hamilton! Yo no le contaba a un señor cómo me la pelaba sin parar. Eso era algo entre mi mano, yo y las pegatinas desnudas de Sabrina.
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