Es fascinante pensar que en un apartamento de París, rodeado de toda suerte de artilugios capaces de registrar, distorsionar y representar la realidad, sigue trabajando un anciano de 90 años llamado Chris Marker. El hombre que camina entre estatuas de gatos y lechuzas —sus animales fetiche—, entre revistas y diarios llegados de Japón —su país templo—, entre películas y libros y dinero en exóticas divisas es uno de los cineastas más brillantes, huidizos, influyentes y desconocidos del último medio siglo.
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