Recuerdo perfectamente la primera vez que me dispuse a montar una banda de rock. En 1995, mi compañero Nazario y yo no sólo compartíamos el mismo espacio en el laboratorio de química del instituto: también nos unía la pasión por el grunge y el metal y dedicábamos gran parte del tiempo de los recreos a intercambiar casetes grabados con los últimos discos de Green Day, The Offspring y Sepultura. Ya habíamos barajado la posibilidad de crear una banda y teníamos a resto de componentes apalabrados, un chico de mi barrio que tocaba la batería y otro
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