Ayer estuvimos hablando por teléfono, como digo. Y no recuerdo bien por qué surgió el nombre de Petrinja. El asilo, dije. Ya sabes. Acabaremos todos como los del asilo de Petrinja. Hubo un silencio. «Te acuerdas, ¿no?», pregunté. «Cómo no me voy a acordar», gruñó con su voz de carraca vieja. Eso fue todo. Luego colgué, y con el teléfono en la mano me quedé pensando. Recordando. Estoy seguro de que también él se quedó igual. Desde hace veintiún años, ese nombre nos acompaña como una sombra negra. Como un aviso.
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