Mover un cañón de a 24 o a 36 libras, los más grandes que portaba un navío, no era cosa fácil. Los más grandes pesaban casi 4 toneladas, incluídos los 900 kilos de la cureña, lo que hacía difícil y sobre todo muy pesado, poder maniobrar estas moles de hierro para cargarlos o limpiarlos. No era raro que en el movimiento en alta mar se destrincaran, provocando un desastre si no se era capaz de detener el cañón, que libremente, iba de una banda a otra convirtiéndose en un ariete de varias toneladas, que aplastaba lo que se pusiera por delante.
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