Si Joseph Ferdinand Gould (Joseph Mitchell, ‘El secreto de Joe Gould’, Anagrama, 2000) goza de todas mis simpatías es porque siempre he creído que determinadas ideas artísticas o literarias no deben adquirir nunca forma concreta: es decir, que no sólo no hace falta desarrollarlas sino que es mejor no desarrollarlas, porque su mayor logro no está en la ejecución sino en la ocurrencia.
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