Daba igual lo que Anna Gabriel tuviese que anunciar, sus implicaciones, su impacto político, porque lo realmente importante, lo verdaderamente digno de análisis, era su aspecto. Su nuevo peinado y ropa o, se convirtió en algo de lo que era legítimo opinar, burlarse y generar todo el detritus cavernario imaginable. En un país presidido por alguien que, puede ponerse unas bermudas y echarse a correr con cadencia estrambótica, los juicios estéticos parecen limitarse a sus contrincantes, pero muy especialmente si éstas son mujeres.
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